miércoles, 7 de agosto de 2013

Prólogo de un amor

- Tus ojos, la ventana más grande del mundo... 
Lo dijo en voz baja, pensando en esa mirada en donde había descubierto tantas cosas. Estaba ahí, sentado en el pasto, bajo el árbol, como repasando todo lo que había sucedido en los últimos meses. La tarde que caía, era una típica tarde de verano. De pronto se dio cuenta de que ya había transcurrido mucho tiempo, y ya ni eso le extrañaba. Decidió que era momento de regresar a casa. 

La primera vez que la vio, llovía. Iba cruzando la calle, mientras guardaba desesperádamente un libro en su bolso, apresurando el paso. Era una de esas lluvias extrañas de verano en las que de un momento a otro y así de la nada, el sol es tapado por nubarrones, y en unos cuantos minutos la gente se ve sorprendida por las primeras gotas. Ernesto no supo a ciencia cierta de dónde había salido, y mucho menos sabía a dónde se dirigía. Lo único que sabía era que todo el conjunto de aquella escena conformada entre una mujer interesante, lluvia, y libro; le había encantado. 
- ¿Le sirvo más café?
Tuvo un sobresalto casi imperceptible desde su silla en aquella cafetería, su lugar favorito para tomar un buen café con la excusa de escribir, o para escribir con la excusa de tomar un buen café. Era lo de menos. 
- Eh, si, gracias. Gracias, Elena. 
Elena solo se limitó a sonreír mientras le servía su cuarta taza de café. Lo conocía muy bien, puesto que él llevaba ya dos años visitando ese lugar y ella siempre estaba para atenderle sin perder la oportunidad de tener un intercambio breve de palabras más allá del saludo. Era la típica camarera que en determinado momento le daba opinión a algún cliente sobre cualquier tema que este le pusiera sobre la mesa. Ernesto ya lo había comprobado. 
Volvió su vista hacia la ventana pero ya no vio a aquella chica. No tuvo tiempo ni siquiera para pensar en que le hubiera gustado que Elena hubiera llegado con el café unos minutos más tarde. Como por impulso y sin reflexionar en la situación, pidió la cuenta, y en menos de cinco minutos ya iba camino al centro comercial que se encontraba unos metros más adelante. Quería encontrarla, aunque no sabía exactamente para qué. Solo quería encontrarla, quería volver a verla. Había algo en ella que le atraía. La lluvia seguía al mismo ritmo, lenta pero constante. A él no le importaban mucho las pequeñas gotas que le iban cayendo mientras caminaba. Bueno, a él no le importaba en ese momento más que el deseo de volver a ver a aquella mujer. No habían transcurrido ni diez minutos desde el momento en que la perdió de vista. 
- Es una locura.
Dijo para sí mismo de manera agitada por el esfuerzo del andar y la desesperación por avanzar más rápido. Comenzó a pensar en lo complicado que sería encontrarla entre tanta gente además de que la idea del centro comercial no era más que una suposición ya que cuando salió a buscarla no vio ningún rastro de ella. Entró al centro comercial y más de una persona lo miró con extrañeza, cosa que él ni notó. Se le vinieron a la mente muchas posibilidades, porque en ese momento supo que mientras caminaba tenía que ir pensando en qué lugares podría estar y tomando en cuenta que no la conocía en lo más mínimo, las posibilidades eran demasiadas. 
No conocía muy bien el centro comercial y eso hacía aún más complicada su tarea. Se detuvo. 
- Lo único que conozco de ella es que lee, o que por lo menos que estaba leyendo algo. 
Se incorporó rápidamente y fue directamente a la única librería que había ahí. En la que alguna vez, hace tiempo, había comprado un ejemplar de De Profundis, de Oscar Wilde. No era su librería favorita, claro estaba, a pesar de que no estaba nada lejos de la cafetería que frecuentaba, pero Oscar sí era uno de sus autores favoritos. 
No estaba en El Espejo, como se llamaba la librería. Comenzó a desesperarse, a perder la calma. Pensaba que si no la encontraba ese día, esperaba tener la suerte de volverla a ver desde la cafetería en otra ocasión. Hizo memoria de la escena de cuando la vio cruzando la calle, y era más fácil adivinar el rumbo que tomaría que de dónde venía, tomando en cuenta los lugares que había a los alrededores. Se recargó en una pared al lado de la librería. Ya había pasado mucho tiempo entre el "oportuno" servicio de Elena y ese momento. Había mucha gente en el centro comercial. Respiró un poco más lento, como resignándose. En ese momento y sin razón aparente, volteó hacia arriba, al frente. Y ahí estaba. En una mesa, sola. Leyendo. En el segundo piso de aquel complejo comercial justo enfrente de la librería. Se le vinieron a la mente un par de chicas más que en diferentes lugares, momentos, y circunstancias le habían llamado la atención, pero por las que no había hecho gran cosa por acercarse. No como todo lo que estaba haciendo en ese momento por ella. Se dirigió hacia ella, teniendo cuidado de no perderla de vista mientras se dirigía a las escaleras eléctricas y mientras subía en ellas. Llegó por detrás de ella y sin imaginar todo lo que ese encuentro provocaría en los dos, le tocó el hombro. Ella volteó y para asombro de él, no se asustó. Lo miró como quien esperaba un encuentro así desde hace mucho. Lo miró con esos ojos, lo atrapó con esa mirada. Pareció que pasaron minutos desde que le tocó el hombro hasta que le dirigió la palabra, pero no había sido así. 

Habían pasado ya tantas cosas desde aquella vez que conoció a Sandra. Ya comenzaba a oscurecer y él apenas llegaba a su casa. Cuando entró, su madre lo esperaba.
- Hola, ¿cómo les fue?
- Muy bien, mamá
Ambos se miraron y sonrieron. 

Sabía que ella era para siempre. Lo presintió desde el momento en que la vio ahí, esquivando coches, mojada por la lluvia, cuidando que su De Profundis, de Oscar Wilde; no se mojara. En esos ojos había descubierto tantas cosas, tanto de ella como de él. Aquel día jamás lo olvidarían, pues fue el principio de una historia escrita a dos manos que aún no termina. 














2 comentarios:

  1. Siempre transportando a tu mundo mi mente.
    Tus palabras, mis amigas.

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